“Se debe luchar no solo contra la desaparición forzada de personas, sino contra la impunidad y contra el olvido: si los olvidan, si los olvidamos, mueren”, Informe ‘Hasta encontrarlos (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2016)
Hablar de muerte es parte del paisaje, aunque lo vemos, leemos y escuchamos en noticias, no es novedoso, es solo un fragmento de la realidad. En Colombia los más de 60 años de guerra interna han agudizado esta percepción de muerte cotidiana y aunque muchos de los y las que fallecen logran tener una sepultura digna para sus familiares y amigos, no todos corren la misma suerte.
De esta situación puede dar fe el registro de más de 700 cuerpos en condición de no identificados que reposan en el Cementerio del Sur, también conocido como Matatigres en el sur de Bogotá. Allí fueron a parar, según los hallazgos de la Fiscalía, los cuerpos de personas que habían sido reportadas como desaparecidas pero que en realidad estaban registradas como N.N, ese término que Medicina Legal desde el año 2012 dejó de usar para evitar el irrespeto, la estigmatización y el olvido al que estos cuerpos son sometidos.
El cuerpo de Ana Rosa Castiblanco fue uno de esos cuerpos que entre 1985 y el año 2000 estuvo en una de las fosas comunes que tiene el Cementerio del Sur. Entre estos 15 años seguramente recibió las oraciones de esos peregrinos que depositan su fe en, como ellos los denominan, “las almas benditas”.
Si bien este cuerpo pudo haber tenido las oraciones de desconocidos, las de sus familiares nunca se pudieron dar frente a su tumba. ¿Por qué? Por distintas lógicas, políticas, estructuras de guerra y administración que han impedido que en Colombia los cuerpos en condición de no identificación sean hallados y que sus familiares tengan una verdadera reparación.
Es importante aclarar que no todos los cuerpos que están en fosas comunes en los cementerios en condición de no identificación han sido víctimas del conflicto armado, allí han llegado cuerpos de otros acontecimientos como accidentes de tránsito, asesinatos en marcos de delincuencia común, etc. Sin embargo, no deja de resultar sorprendente cómo estás bóvedas son las primeras fuentes para instituciones que buscan a los más de 1.563 colombianos desaparecidos que registra Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desparecidas (UBPD) hasta abril del 2020.
Para un país que lleva realizando acuerdos o al menos intentos de acuerdos de paz cada década, no puede ser admisible que las políticas estatales y las condiciones político sociales permitan que en los cementerios reposan muchos cuerpos en condición de no identificación de los cuales se considera que muchos pueden ser víctimas del conflicto armado.
Resulta inadmisible que no haya esfuerzos serios y en conjunto de las instituciones por dar nombre a los cuerpos en condición de no identificados. Si una persona fallece y en su sepultura no se reconoce su nombre, historia, familiares, amigos, etc, esta persona no solo muere una vez, a esta persona se le mata dos veces con el desconocimiento de su pasado.
Mientras tanto, ante el desorden, el caos y las pocas respuestas frente a la situación de los cuerpos no identificados, son muchas las familias que siguen en procesos de lucha y resistencia por encontrar sus seres cercanos desaparecidos y también son muchas las personas que tienen como costumbre acompañar los cuerpos en condición de no identificados en los cementerios. Ahora, es obligación del Estado no dejar procesos apartes y escasos de reconocimiento, sino generar políticas y estrategias que permitan generar un cambio de fondo en la situación de los cuerpos no identificados.
Esta migración se remonta a los años 70 como lo narra Mauricio Archila, historiador, investigador y docente de la Universidad Nacional de Colombia cuando afirma: “Durante y al final del Frente Nacional, va a haber un auge de luchas muy fuertes en el 71, luego en el 75 y 76. Eso se da en paralelo con el auge de las guerrillas, especialmente el M-19, que va a tener mucho impacto en las universidades. Hasta ese momento las guerrillas eran básicamente rurales, pero al traerse el conflicto a las ciudades, también las universidades terminan siendo cada vez más escenario del conflicto armado”.
Si bien las instituciones de educación superior en Colombia han sido impactadas con la guerra, este fenómeno no se ha experimentado de forma uniforme o generalizada. La Universidad Nacional de Colombia, al ser una universidad pública no ha sido ajena a estos escenarios. Desde sus espacios físicos, sus personajes y sus formas de resistencia la Nacho ha sido testigo y protagonista de diferentes luchas y acciones en el marco del conflicto armado.
Historias como la de Manuel, quien en el año 2000 formó parte del Partido Comunista Clandestino (PC3), movimiento político de la guerrilla Fuerzas Revolucionarias de Colombia (FARC) y Esperanza, a quién le desaparecieron a su papá durante el conflicto armado colombiano: son muestra de estos contrastes. El texto “Esperanza y Manuel, dos verdades de la guerra en la Universidad Nacional” da voz a estas historias y evidencia diferentes matices del conflicto en el que actores implicados en la guerra recorren y han recorrido los mismos pasillos de este centro académico.
Todo en esta universidad tiene un significado y los espacios físicos no son la excepción. Un ejemplo legible es ‘Una Plaza en la Ciudad Blanca’, una investigación que presenta la Plaza Che, como el corazón de la Nacional y el escenario en el que convergen las luchas de los diferentes movimientos estudiantiles, las formaciones de los encapuchados y muchas de las marchas más grandes del país.
Por otra parte, también hay ejemplos de reconciliación, resistencia, resiliencia y construcción de paz en esta institución que vale la pena visibilizar. Son muchas las historias de estudiantes y/o docentes que a partir de sus vivencias propias han liderado procesos artísticos para hacer frente a los capítulos de la guerra.Este es el caso de Juan David Vargas, quien lo hace con música, o Emma Rojas desde el teatro, o Astergio Indalecio Pinto desde la danza. Testimonios que podrán encontrar en el texto ‘¡La Nacho resiste! Arte para la memoria’.
Reflexionar sobre cómo se evidencia el conflicto en otros escenario más allá de lo rural permite generar una mayor empatía y reconocimiento de esas voces que aunque están a nuestro lado, en nuestros contextos y en nuestros círculos sociales, muchas veces son ignoradas o pasan desapercibidas.
En especial cuando algunas veces nos hemos sumergido en nuestra cotidianidad, ignorando los distintos fenómenos sociales, políticos y de guerra que han pasado en Colombia. Fenómenos que por reiterados años han generado dolor a la población. El imaginario de que la guerra no sucede en la ciudad, menos en Bogotá, la capital, debe olvidarse.
El conflicto armado parte de una hipótesis de lugar, tiempo y actores que ha nublado la reflexión en las ciudades sobre cuántas personas con las que interactuamos constantemente han tenido que soportar algún capítulo de violencia. Pensar en conflicto armado no es solo pensar en regiones, dirigirse a la guerra implica pensar en todos los colombianos, porque de alguna forma, todos podemos aportar a la construcción de una sociedad en la que los capítulos de guerra se logren cerrar definitivamente.
Los actores y las víctimas en la guerra han sido tantos que es necesario reconstruir la memoria de este capítulo en la historia colombiana a partir de diferentes miradas y verdades. Dando voz a quienes se les ha impuesto el silencio por años, siendo ese puente entre esas historias que merecen ser contadas y aportando a la construcción de paz y democracia. Esa es una de las banderas más grandes de Construyendo Democracia, Maestro.